Tayfold School. Capítulo 2
julio_alvarez_relatos
Entre bastidores
Al llegar al comedor, Ana y Sofía se pusieron en la cola que daba acceso al interior del mismo. Llegaron a una barrera que debían abrir con la llave magnética para poder ingresar. Era un camino cerrado, con una barrera en la entrada y otra en la salida, donde las alumnas se situaban en una fila para recoger la comida. Una vez dentro, tomaron unas bandejas donde depositar los alimentos, así como los cubiertos y las servilletas.
—Menos mal que hemos llegado a tiempo —comentó Sofía—; no hubiera estado bien que el primer día te retrasaras en el almuerzo.
—Por un momento pensé que no lo lograríamos—replicó Ana con voz agitada—. Cuando me dijiste que tenía que cambiarme de ropa antes de ir a comer casi me da un ataque.
—Procura seguir las normas de la escuela en todo momento para no meterte en líos. Las del comedor son inquebrantables. En las bandejas que acabamos de coger, el personal encargado de atender el servicio de comidas nos irá entregando los platos. No puedes rechazar ninguno y es obligatorio comer de cada uno de ellos. Deberás acabarlos, aunque si dejas un poco tampoco te dirán nada. Una vez que tengas todo el menú, deberás pasar tu tarjeta por un lector que hay al final para que se abra la barrera que permite el acceso a las mesas. Con esto controlan las alumnas que han ido a comer. No digas en voz alta que algo no te gusta. Si las vigilantes de comedor se enteran, te harán comer dos platos de eso mismo.
Ana no podía creer lo que oía. Escuchaba atónita las normas que Sofía le iba explicando. Pensaba que la escuela era más parecida a un campo de concentración que a un lugar de estudio.
—¿Y si un día estás llena y no te apetece comer más?
—Pues más vale que hagas un esfuerzo y te termines los platos. No solo controlan si has venido al comedor o no, sino también los restos de comida que dejas. Con el tiempo te acostumbrarás y no tendrás problema en terminarlos.
Diciendo esto, se dirigieron a una mesa larga que estaba vacía, con ocho sillas en fila a cada lado, y se sentaron una frente a la otra. El menú del día consistía en una sopa de judías pintas, un filete de ternera a la plancha de unos cien gramos, un abundante plato de verdura variada, un revuelto de espárragos y gambas y, de postre, una manzana. Al ver toda esa comida, Ana se preguntó si sería capaz de acabarla.
A la mesa llegó una chica morena, de ojos marrones, con el pelo recogido en dos coletas, delgada, de mediana estatura. Llevaba unas gafas redondas con unas finas lentes que parecía usar desde hacía mucho tiempo.
—Hola, Sofi, de menuda te has librado al dejarte salir antes. El final de la clase del señor Lora ha sido insoportable.
Sebastián Lora era el profesor encargado de impartir las materias de ciencias. Sus clases de matemáticas resultaban tediosas a las alumnas y requería un gran esfuerzo el poder seguirlas.
—Hola, Lucía. Te voy a presentar a nuestra nueva compañera. Ella es Ana Aguilar-Priego; Ana, ella es Lucía Elizalde, una de mis mejores amigas.
—Encantada de conocerte, Lucía. Espero que también lleguemos a ser buenas amigas.
—Lo mismo digo. ¡Joder, menudo apellido largo tienes!
—Bueno, mi familia tiene uno de esos apellidos ilustres en España, ya sabes.
Sofía se inclinó ligeramente hacia delante y se dirigió a Ana en un tono de voz más bajo.
—¿Ves a las dos chicas que están en el centro de la mesa que tengo justo a mi espalda?
Ana levantó la cabeza ligeramente y vio a dos jóvenes que eran idénticas salvo en el color del pelo. De cara redonda y mirada dominante, parecía que podían doblegar a todo el comedor con su sola presencia. Cuchicheaban algo entre sí y reían en voz baja.
—Esas son Esther y Elena Hernández. Ten cuidado con ellas, son dos auténticas hijas de puta.
—¡Esas palabrotas, Sofi! —intervino Lucía rápidamente—. Si se enteran las vigilantes…
Sofía continuó hablando sin prestar atención a la advertencia que su compañera le acababa de hacer.
—A esas dos las llamamos las zorras siamesas; son hermanas gemelas y siempre van juntas. Seguro que ya te han visto y te están preparando alguna buena.
Al decir esto, sintieron la presencia de una mujer de pie junto a ellas. Se trataba de la señora Escrivá, una de las vigilantes de comedor. Se situó detrás de Sofía y lanzándole una mirada penetrante se dirigió a ella.
—Señorita Vergara, levántese —dijo con voz autoritaria.
Sofía se puso de pie y se giró de cara a la mujer. Esta continuó hablándole con firmeza.
—Sabe que las palabras malsonantes no están permitidas en esta escuela, ni el insulto a las compañeras. Su conducta es decepcionante. Acompáñeme a la jefatura de estudios.
—Señora Escrivá, yo no he dicho nada reprochable —trató de defenderse Sofía.
—Así como las mentiras —replicó la vigilante—. No empeore las cosas mintiendo. Venga conmigo para que el comité de disciplina decida las medidas a tomar con respecto a su conducta.
Ambas abandonaron en silencio el comedor una tras la otra, dejando a las dos jóvenes a solas. Nada más salir del comedor, las dos chicas que estaban en la mesa de atrás se levantaron con sus bandejas y se dirigieron hacia donde estaban sentadas Ana y Lucía. Al llegar a su altura, pusieron las bateas en la mesa.
—¡Lárgate, cuatro ojos! —le ordenó la muchacha de pelo rubio a Lucía.
Esta se levantó con su bandeja sin decir una palabra y se dirigió a otra mesa que estaba al final del comedor. Las dos hermanas se sentaron junto a Ana. La de pelo rubio empezó a hablarle.
—Hola, soy Esther Hernández y ella es mi hermana gemela, Elena.
—Somos las zorras siamesas —dijeron las dos a la vez riendo en voz baja—. Queríamos darte personalmente la bienvenida.
—Hola, soy Ana, encantada de conoceros —replicó esta con voz tímida.
—No creas todo lo que cuentan de nosotras —dijo Elena—. A la gente le gusta hablar y criticarnos. Dicen que somos malas personas, que hacemos jugarretas a la gente.
—¡Tonterías! —continuó Esther—. Estoy segura de que con el tiempo seremos buenas amigas. Y como muestra de nuestra futura amistad te voy a hacer un regalo.
Diciendo esto, sacó algo del bolsillo. Se trataba de una especie de pluma estilográfica. Le quitó el capuchón y apuntó con ella a Ana, tras lo cual, pulsó un botón que había en la parte superior de la pluma. Un chorro de tinta negra cayó sobre su falda manchándola por un lado. Ana se puso de pie de un salto.
—¡Pero qué haces! ¡Me has manchado la falda!
—¡Ah, perdona! —el tono de voz de Esther sonaba burlesco—. No sabía que la pluma estuviera cargada y fuera a derramar un chorro de tinta.
Mientras decía esto, su hermana Elena empezó a vaciar parte del contenido de su bandeja en los platos de Ana, llenándolos a rebosar.
—Espero que tengas buen apetito —espetó, dejando escapar unas risas—. Dejar comida en el plato se castiga duramente en esta escuela.
Tras decir esto, las gemelas se levantaron con sus bandejas y se dirigieron a la salida del comedor, dejando a Ana sola en la mesa. Esta se sentó y contuvo las ganas de llorar. No podía creer que aquellas dos chicas a las que acababa de conocer le hicieran eso. Comió todo lo que pudo de los platos, se levantó y se dirigió a la puerta de salida. Allí había una especie de montacargas con una compuerta cerrada destinado para depositar las bandejas. Tuvo que pasar su llave magnética por un lector para que el pequeño elevador se abriera y poder depositar en él su batea. Al soltarla, la compuerta volvió a cerrarse y la puerta de salida del comedor se abrió. Simultáneamente se activó un mecanismo que hizo descender la bandeja con los restos de comida.
Una vez fuera, se dirigió a los dormitorios pensando cómo iba a quitar esa mancha de tinta. En su habitación, encontró a Sofía sentada sobre la cama. Al verla entrar con la ropa manchada, se quedó mirándola.
—¡Vaya!, te dije que tuvieras cuidado con esas dos.
—¡Mira cómo me han puesto! ¡Menudas hijas de puta!
—Como la vieja frígida te vea con esa mancha, te la vas a cargar.
—¿Quién?
—La vieja frígida. Así llamamos a la directora, a la señora Méyer. Parece que tiene un palo de escoba metido por el culo.
—¿Se te ocurre cómo puedo limpiar esto?
—Al final del pasillo están los baños. Allí hay jabón. Prueba con eso; no parece que sea tinta de verdad, sino algún líquido de artículo de broma.
—¿Y a ti cómo te ha ido con aquella mujer? Me quedé preocupada cuando te vi salir.
—No te inquietes. Me han castigado teniendo que asistir durante una semana a unas clases de una hora diaria que me instruirá sobre el buen lenguaje que una señorita debe tener. Eso es todo, aunque me joderán mi tiempo libre.
—Bueno, parece que no es un castigo grave. Voy a ir al baño a ver si sale esto.
Ana salió de la habitación y siguió recto hasta el final del pasillo, que era bastante largo. Tuvo que pasar por delante de las habitaciones de las otras compañeras para llegar a su destino. Pasó su tarjeta sobre un lector para que la puerta se abriese de forma automática. Al cruzar, encontró una fila de quince lavabos dispuestos de forma consecutiva. Sobre cada uno de ellos había un tubo fijado que parecía ser un dispensador de jabón, y junto a estos, un pulsador que lo activaba. Tuvo que quitarse la falda para poder limpiarla. Puso una buena cantidad de gel sobre la mancha y empezó a frotar. Mientras lo hacía, una chica de raza asiática entró en los baños. Tenía el pelo liso y corto, que ni siquiera le llegaba a los hombros. Se quedó mirando a Ana y comenzó a hablarle.
—Tú debes de ser nueva, ¿verdad?
La joven entró en uno de los inodoros que había frente a los lavabos y cerró la puerta.
—Hola, sí, soy Ana, he llegado esta mañana.
—Veo que las zorras siamesas te han dado la bienvenida, ¿no? —comentó con ironía
—En el comedor me han tirado un chorro de tinta y mira cómo me han puesto.
—Me he dado cuenta de que no llevas la ropa interior reglamentaria. Debes cambiarte las bragas que llevas puestas y ponerte las de la escuela. Aquí los códigos de vestimenta son muy rigurosos; incluso los profesores te pueden pedir que te desvistas para comprobar que llevas la ropa interior permitida. Por cierto, me llamo Kumiko, pero mis amigas me llaman Kumi-Chan.
—Encantada de conocerte, Kumi-Chan. Apenas he llegado esta mañana y todo esto es nuevo para mí. Mi compañera de habitación es Sofía Vergara, que me está ayudando mucho.
—No sé cómo te han puesto con ella. Entre los profesores tiene fama de rebelde.
—Es muy simpática y parece que tiene carácter.
La puerta que daba al inodoro se abrió y Kumiko salió por ella.
—Y más vale que tú también lo tengas o la escuela te comerá viva —dijo la chica asiática mientras se lavaba las manos.
—¿A qué te refieres?
—Las zorras siamesas no son lo peor de la escuela. Aquí la disciplina es enorme. Se puede decir que lo que no está prohibido es obligatorio.
—Había leído algo sobre la rigidez de aquí, pero la verdad, no me esperaba que fueran tan rigurosos.
—Ya lo irás descubriendo por ti misma. Bueno, ahora he de irme; tengo trabajos que hacer para mañana.
—Hasta luego, Kumi-Chan.
Kumiko se dio la vuelta, pasó su tarjeta por el lector y salió de los baños levantando la mano izquierda a modo de despedida. Ana tuvo que quedarse frotando casi treinta minutos hasta dejar impoluta la falda, tras lo cual, volvió a su habitación.
—Veo que la tinta o lo que fuere ha salido —comentó Sofía.
—Sí, ha costado un poco, pero por fin está limpia. Por cierto, Sofía, ¿sabes qué han hecho con mi ropa? En mi armario solo está la de la escuela.
—Está depositada en un vestuario que hay en los sótanos, junto con la de las demás.
—¿No podemos usarla en ningún momento?
—Bueno, los domingos nos llevan al pueblo para que demos una vuelta; allí nos permiten ir con atuendo de calle, siempre y cuando sea recatado, propio de una señorita.
Se pasaron el resto de la tarde charlando entre ellas. Ana le habló de su encuentro con Kumiko y de que le había causado una buena impresión. Más tarde, bajaron a cenar. Tras la cena, Ana fue a cepillarse los dientes dejando a Sofía en la habitación. Esta sacó un cigarrillo de un paquete de tabaco que tenía escondido en un hueco de su armario que ella misma había abierto con unas herramientas que alguien le había suministrado. Ana volvió del baño y se encontró a su compañera de habitación fumando.
—¿Estás fumando? ¿Acaso eso aquí está permitido? —dijo con voz de sorpresa—. Nos vas a meter en un lío a las dos.
—No te preocupes; los sistemas de detección de humos aún no están activos.
—¿Y cómo sabes eso?
—Lo sé y punto.
—¿Y de dónde has sacado el tabaco? No me irás a decir que te lo ha dado la señora Méyer.
—No digas tonterías. Tengo mis contactos, eso es todo.
—Estás loca y nos vas a meter en problemas.
—La vida es muy corta para no disfrutarla. Alguien me dijo una vez que vivir con miedo es vivir a medias.
Sin decir una palabra, Ana se metió en la cama indignada con su compañera. Al apagar las luces, las dos chicas se dispusieron a dormir.
—Buenas noches, Sofía.
—Que descanses, Ana.
—Por cierto, la señora Méyer me comentó que el último piso de arriba estaba vacío, que allí solo había unos talleres abandonados.
—Sí, así es.
—Es que… unas chicas en los baños estaban comentando que algunas compañeras del último curso habían oído ruidos que venían del piso más alto.
—Eso es imposible. Aquellas estancias llevan vacías desde hace años; allí no puede haber nadie.
—Pues ellas decían que algunas chicas habían sentido pisadas, incluso la voz de alguien… sollozando.
Gracias por llegar hasta aquí y acompañarme en este segundo capítulo de Tayfold School.
Si te está gustando la historia, tu voto y tu comentario ayudan más de lo que imaginas.
Nos leemos muy pronto en el capítulo 3.
Comentarios (0)
Inicia sesión para dejar un comentario
Iniciar sesiónNo hay comentarios aún. ¡Sé el primero en comentar!