Tayfold School. Capítulo 1
julio_alvarez_relatos
Capítulo 1: El ingreso
Sentada en el asiento trasero del coche me sentía nerviosa pensando en el destino que se avecinaba sobre mí. Podía ver el camino angosto por el que me dirigía a la Escuela Tayfold, el internado para señoritas más selecto del país. A ambos lados de la calzada veía los precipicios que escoltaban la carretera que conducía a la cima del aislado monte donde se encontraba la escuela. Pensé que si alguien quisiera escapar de ese lugar le sería muy difícil hacerlo a pie. La senda era empinada y debía de haber más de media hora en coche hasta el pueblo más cercano. Me sentía como un reo al que conducen a su prisión donde debería de cumplir una condena de cuatro años hasta completar mis estudios. A mis dieciséis, el mundo que hasta ahora había conocido estaba quedando atrás. Mi familia, mis amigos y la vida que llevaba serían parte del pasado para dirigirme a un mundo que era conocido por el rigor, la disciplina y el comportamiento ejemplar que una señorita de buena familia como yo debía tener.
—Señorita Ana, ya queda poco. En diez minutos llegaremos a la escuela.
—Gracias, Roberto, por recordarme que solo me quedan diez minutos de libertad.
Roberto era el chófer de la familia. Un hombre corpulento de unos cuarenta años y de tez oscura. Siempre era amable y bien educado con nosotros, leal a mi padre, para el que llevaba trabajando más de diez años. Esa mañana tenía la misión de llevarme al internado y asegurarse de que mi ingreso en la escuela se produjera según los deseos de mi progenitor.
—Debe odiarme mucho para enviarme a un lugar como este.
—No diga eso, señorita Ana. Él solo desea que tenga la mejor educación posible.
—Lo que desea es deshacerse de mí.
—Vamos, señorita, esta es una de las mejores escuelas del país. Estudiar en ella es un privilegio al alcance de muy pocas personas.
Permanecí callada el resto del camino pensando cómo sería mi nueva vida allí.
Tal como me dijo Roberto, diez minutos más tarde llegamos al final de nuestro viaje. Bajé del coche y lo que vi me sobrecogió enormemente. Allí, grande y majestuosa, rodeada de una gran arboleda, se alzaba la Escuela Tayfold. Por lo que había leído se trataba de un antiguo palacio medieval reconvertido en centro escolar. Las paredes eran de piedra oscura que debían de tener varios siglos de antigüedad, aunque el paso del tiempo parecía no haber hecho mella en ellas. La entrada principal consistía en unas puertas de hierro, de unos cinco metros de altura, con algunos adornos forjados en ella y terminadas en puntas de lanzas, que se unía al resto de la reja que rodeaba todo el colegio. Tras esta, la hierba cubría el suelo, excepto por el camino asfaltado que conducía al edificio principal. Los ventanales que se veían en la fachada eran grandes, de cristal oscuro, que daba la impresión de no dejar pasar la luz del sol.
—Bien, señorita Ana. Debe dirigirse a secretaría para formalizar su ingreso —la voz de Roberto era tranquila como de costumbre—; yo me encargo de su equipaje. La directora, la señora Méyer, la está esperando.
Mientras me dirigía a la entrada del edificio sentía que el estómago me daba vueltas y el corazón se aceleraba. Caminé despacio hasta cruzar el umbral de la puerta. Debían de ser las doce de la mañana y el interior era bastante sombrío. En las paredes colgaban fotos grupales de alumnas con sus profesores, con la escuela de fondo, ordenadas por años. Miré a mi alrededor y vi varias puertas cerradas, con un letrero tallado en madera en cada una de ellas que indicaban adónde conducían. Me dirigí a la puerta que decía «Secretaría». Con cada paso que daba mi angustia iba en aumento. Al llegar, pulsé un timbre sobre el que había un rótulo donde se podía leer «Llamar secretaría». Se oyó como alguien desde dentro había activado la apertura electrónica y la puerta se abrió. Despacio, me dirigí al interior con sigilo. Era un lugar amplio con seis mesas de madera de roble sobre las cuales había, en cada una de ellas, un ordenador «IMac» con el símbolo de la manzana. Tras estas, unas sillas ergonómicas que parecían de gran calidad completaban el juego de escritorio. No había muebles con archivadores, lo cual me sorprendió. Sobre las paredes, unas cámaras custodiaban la estancia dando una sensación de seguridad y de vigilancia de todo el lugar. Sentada en su puesto de trabajo, una mujer de mediana edad, de pelo rubio, elegantemente vestida, escribía en el teclado de su ordenador. Al verme se puso de pie y con una sonrisa se dirigió hacia mí. Sus zapatos eran negros con unos tacones de unos tres centímetros de altura, de piel, de buena calidad. Sin duda, todo lo que había en ese lugar mostraba que el dinero no suponía ningún problema.
—Hola, soy Doris Hermosilla, la secretaria del centro. Usted debe ser la señorita Aguilar-Priego. Pase, la estábamos esperando.
—Sí, encantada de conocerla. Pero, por favor, llámeme Ana.
—Oh, en este lugar no se permite que los empleados se dirijan a las alumnas por el nombre de pila. Acabo de enviar un mensaje a la señora Méyer advirtiéndole de su llegada. Enseguida llegará. Mientras tanto, si no le importa, hemos de proceder a formalizar el ingreso en el centro.
Diciendo esto, se volvió hacia su mesa y se sentó tras el escritorio. Con el ratón abrió un programa que debía gestionar las altas de las alumnas, tras lo cual Doris empezó a realizarme unas preguntas rutinarias para cumplimentar el formulario que tenía frente a ella.
—Por favor, ¿podría decirme su nombre completo?
—Ana Aguilar-Priego y Prior.
—¿Fecha de nacimiento?
—Doce de octubre de dos mil dos.
—¿Nombre de su padre?
—Felipe Aguilar-Priego de Bustamante.
—¿Nombre de su madre?
—Ana Prior Hernández.
—¿Centro de estudios de donde proviene?
—Escuela Santa María de Robles.
—Por ahora eso es todo; el resto de sus datos lo obtendré de su expediente académico, aunque aún no lo hemos recibido, algo lógico teniendo en cuenta que llega usted con el curso un mes empezado. Por último, debo pedirle que me entregue su teléfono móvil. A las alumnas no les está permitido usarlo, supone un elemento de distracción. —A Ana se le heló la sangre al oír aquello, pero procedió a entregarlo—. ¡Muchas gracias! ¡Ah!, por allí llega la señora Méyer, la directora del centro.
Junto a la puerta de la secretaría se encontraba la señora Méyer, una mujer cuya edad rebasaba los cincuenta, de complexión media, ataviada con una falda larga de color azul oscuro que le cubría hasta los tobillos y una blusa de manga larga con botones, del mismo color, haciendo juego con la falda. Unas botas de cordones, de tacón bajo de color negro, cubrían sus pies. Llevaba su pelo moreno recogido en un moño. El atuendo, así como el rostro de la mujer, emanaba austeridad, autoridad y disciplina. La señora Méyer se dirigió hacia Ana con la espalda recta y un rictus impasible en su rostro. Al llegar a su altura, le extendió la mano a modo de saludo.
—Buenos días, soy la señora Méyer, directora de la Escuela Tayfold. Usted debe ser la señorita Aguilar-Priego. Es un placer conocerla.
Ana le extendió también la mano de forma educada para saludarla.
—Sí, señora Méyer. Encantada de conocerla.
—Espero que haya tenido un buen viaje.
—Sí, señora, aunque ha sido un poco largo.
—Ya ha conocido a Doris, nuestra secretaria. Ahora, si me acompaña, le mostraré sus estancias.
Ambas salieron de la secretaría hacia el pasillo principal de la planta baja y giraron a la derecha. La señora Méyer caminaba con paso lento pero firme y con una voz carente de toda emotividad, comenzó a explicar las salas de la escuela por donde iban pasando.
—En la planta baja se encuentran ubicadas las instalaciones principales de la escuela: las aulas, biblioteca, laboratorios, salón de actos, gimnasio, piscina, comedor, enfermería, cocina, el cuarto de mantenimiento y la capilla, que por cierto, es la original. Verá que disponemos de las mejores instalaciones y medios que existen en este momento. Espero que sepa aprovecharlos.
A medida que caminaban, Ana se sentía engullida por la escuela, pero con una voz amable se dirigió a la directora.
—Sí, señora Méyer, las instalaciones parecen magníficas. Estoy deseando comenzar las clases.
—Pues empiezan a las siete en punto de la mañana y terminan a las trece y treinta.
Comenzaron a subir unas escaleras que se alzaban al final del pasillo.
—A media mañana dispondrá de treinta minutos de descanso que aprovechará para tomar un segundo desayuno. La dieta está debidamente elaborada por el señor García, nuestro cocinero. Todas las comidas están planificadas y cada alumna la seguirá de forma estricta. Al terminar las clases, a las catorce horas se sirve el almuerzo. Dispone de una hora para comer, tras lo cual debe dirigirse a su habitación donde dispondrá de noventa minutos de descanso obligatorio. Seguidamente, las alumnas se dirigirán a la zona de estudio que existe en cada planta para realizar las tareas encomendadas en clase. Durante toda la tarde dispone de un profesor de apoyo por si lo necesita. Una vez finalizadas, dispondrá de tiempo libre hasta las veintiuna horas, que se sirve la cena, que deberá haber terminado antes de las veintidós horas. A las veintidós y treinta se apagan todas las luces y las alumnas deben estar en sus dormitorios para descansar.
Aunque la escalera continuaba hacia pisos superiores, al llegar a la primera planta giraron a la derecha donde se encontraban las alcobas de las alumnas de primer curso. Continuaron caminando hasta la habitación 118 donde se detuvieron. La señora Méyer sacó una tarjeta magnética y abrió la puerta.
—Esta tarjeta es su llave para acceder a las instalaciones de la escuela. Deberá usarla para entrar o salir de cualquier estancia. Es personal e intransferible. Si la pierde o se encuentra en posesión de otra persona, tendrá consecuencias —diciendo esto, le entregó la tarjeta a Ana
—¿Qué hay al otro lado de las escaleras?
—En esa ala se encuentra la zona de estudio y la zona recreativa común.
—¿Y en los pisos superiores?
—Se encuentran los dormitorios del resto de alumnas según el curso en que se encuentren. Usted es estudiante de primero por lo que se ubicará en la primera planta.
—Disculpe, señora Méyer, entiendo que las alumnas de último año estarán en el cuarto piso.
—Sí, así es.
—Pero desde fuera me ha parecido contar que hay cinco plantas.
—Es usted muy observadora. Ninguna alumna hasta ahora lo había apreciado el primer día.
—¿Puedo preguntarle qué hay en la quinta planta?
—¡Está prohibido para las alumnas! —dijo la señora Méyer con voz tajante—. Allí se encuentran unos antiguos talleres que actualmente están clausurados. Por la seguridad de las alumnas no está permitido subir al piso superior; corre el riesgo de tener un accidente con el material almacenado que allí permanece.
La señora Méyer entró en la estancia seguida de Ana. Se trataba de una habitación doble, espaciosa, con una distribución simétrica. En la pared frontal, había una amplia ventana con rejas que daba a un patio interior. A cada lado de esta, un armario de madera de roble sin cerradura custodiaba la pared. Ana pensó que debía abrirse con la llave magnética que la señora Méyer le acababa de entregar. En las paredes laterales se encontraban los escritorios; sobre el suyo había depositado una tablet con su nombre grabado, así como una lamparita. Junto a las mesas, dos sillas ergonómicas completaban el lugar de trabajo destinado en cada habitación a las alumnas. A cada lado de la puerta, unas repisas vestían los muros. Allí se encontraba el material escolar necesario que pudiera necesitar, pero ningún libro de texto. Dos camas en el centro de la habitación, separadas por un metro de distancia, remataban el dormitorio.
—Su lado de la habitación es el izquierdo; el derecho corresponde a la señorita Vergara Ruiz, su compañera de habitación. En estos momentos se encuentra en clase. El comedor se ubica en la planta inferior, por el pasillo de la izquierda según baje las escaleras. Recuerde que el almuerzo se sirve a las catorce horas en punto. En esta escuela, la falta de puntualidad es imperdonable y conlleva un severo castigo.
—Gracias, señora Méyer, no lo olvidaré.
—Le deseo que la estancia en el centro sea de su agrado.
La directora abandonó la habitación cerrando la puerta con sigilo. Una vez que se hubo cerrado, Ana empezó a escudriñar la alcoba observando cada detalle. Abrió el armario esperando encontrar allí su maleta, pero lo que encontró la dejó perpleja. Su ropa no estaba en él. En su lugar, colgados de las perchas, se encontraban cinco uniformes iguales, tres chándales, así como camisetas y pantalones de deporte. En un cajón amplio había varios juegos de toallas. Todo estaba personalizado y llevaban grabado el logotipo de la escuela en la parte superior izquierda. En el centro del armario, en varios cajones, se encontraba la ropa interior, de color blanco, y cinco camisones para dormir, todo esto con su nombre grabado. En la parte inferior, un zapatero contenía el calzado que debía usarse en cada ocasión: tres pares de zapatos marrones con tacones de dos centímetros y medio, dos juegos de zapatillas de deporte de color blanco, un par de zapatillas de descanso y unas chanclas de goma, que Ana supuso que debían usarse para ir a las duchas.
Debía ser la una de la tarde y aún faltaba una hora para comer, por lo que decidió tumbarse en la cama. Cerró los ojos y la cabeza empezó a darle vueltas pensando en todo lo acontecido desde su llegada a la escuela. Cuando faltaban quince minutos para las dos, la puerta se abrió. En el dintel se encontraba una chica vestida con el uniforme escolar. Debía medir como un metro sesenta, pelo castaño recogido en una corta trenza, ojos marrones. Su cuerpo era bien proporcionado y su tez era más bien clara. Cruzó la puerta y se dirigió hacia Ana.
—Hola, soy Sofía, tu compañera de habitación.
—Hola, soy Ana; encantada de conocerte.
—Como es tu primer día, me han dejado salir antes de clase para que te acompañe al comedor y te ayude con lo que puedas necesitar.
—Gracias, Sofía, te lo agradezco.
—¿Qué haces todavía con tu ropa puesta? Debes cambiarte y ponerte el uniforme. No pensarás ir a comer vestida así. Date prisa; en quince minutos sirven el almuerzo. Aquí se toman muy en serio lo de la puntualidad.
Ana dio un salto de la cama y empezó a cambiarse de ropa a toda prisa. El uniforme consistía en una falda de color gris con vuelo que le llegaba unos cuatro centímetros por debajo de las rodillas, una blusa blanca y una chaqueta a juego con la falda, calcetines blancos y los zapatos marrones que había visto antes en su armario. Una vez cambiada, se dirigieron con celeridad por las escaleras en dirección al comedor. Nada de lo que había visto en la escuela hacía presagiar los terribles acontecimientos que posteriormente se desarrollarían.
Gracias por leer este primer capítulo de Tayfold School.
La historia continúa…
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