Rosa Mosqueta

Claudina
Rosa Mosqueta 1(primera persona contado por Mabel)
Era un día gris, de esos que trae julio con su aire helado que se mete en los huesos sin pedir permiso. Yo lo sentía, pero no me importaba demasiado. Había algo distinto en mí: una sonrisa extraña, de esas que hacía tiempo no se asomaban a mi cara. Caminaba de regreso a casa y no percibía cómo el frío me golpeaba el rostro. Estaba feliz.
Recuerdo que, cuando me casé con Ariel, muchos criticaron nuestra unión. Él era mucho más joven, apenas 25 años, y yo, viuda, con 39, arrastraba una tristeza que parecía eterna. La gente siempre tiene algo que decir.
Mi primer marido, Ernesto, era el dueño de una fábrica de insecticidas. Nos casamos cuando yo tenía 19 y todavía estudiaba Biología. Era un hombre mucho mayor y, según los comentarios del barrio, se aprovechó de mi necesidad económica. Sí, mi vida cambió gracias a su dinero, pude terminar la carrera, pero pronto empezaron los golpes, los gritos, el miedo. Cuando murió, todos comentaban que era justicia. Yo solo sentí alivio.
Me quedé con la casa: amplia, con cuatro habitaciones, un jardín enorme que transformé con esmero. Entre zonas verdes y flores de mil colores, pasaba gran parte de mi tiempo. Iba con frecuencia al vivero “El Jardín”, a siete cuadras de casa. Los jueves por la tarde eran mi momento favorito: recorría sus pasillos buscando plantas, mientras esperaba que Ariel me recogiera al salir de su trabajo en la administración de la fábrica.
Me enamoré de Ariel desde que lo vi. Era mi vecino: joven, alto, elegante, moreno, de ojos profundos, amable y gracioso. Él decía que se había enamorado de mi pelo largo, mis ojos claros y mi forma de hablar. Nuestro primer año de casados fue una verdadera luna de miel. Siempre juntos, como si el mundo fuera nuestro. Pero todo cambió.
Ariel ya no llegaba de buen humor. A veces, se retrasaba y no daba explicaciones. Pensé que serían problemas laborales, hasta que un día pasé por la fábrica y el gerente me dijo que las cosas iban bien. Me aclaró, además, que los martes y viernes Ariel salía dos horas antes. Yo no sabía nada de eso.
Caminé de regreso a casa con una pregunta dando vueltas en mi cabeza: ¿Dónde está cuando no viene directo del trabajo? Pasé frente al vivero y estuve a punto de entrar para distraerme, pero algo me detuvo y me di la vuelta.
Esa noche, le preparé por primera vez una infusión de rosa mosqueta. Le dije que tenía vitamina C, que fortalecía el sistema inmune, combatía la fatiga, mejoraba la piel… Él la bebió sin sospechar nada. Desde ese día, todas las tardes le esperaba con la taza caliente.
El fin de semana fuimos juntos al vivero. Yo buscaba hierbas para cocinar y él dijo que quería mirar adornos para el patio. Nos separamos. Entre las plantas, lo vi con Celeste, la hija del dueño. La forma en que se miraban me lo confirmó todo.
Volvimos a casa. Él colgó el adorno que compró y yo planté unas flores nuevas. Luego le preparé otra infusión. Bebió, y poco después comenzó a sentirse mal: dolor de estómago, taquicardia, sudor frío… y un desmayo del que no volvió.
El médico dijo que fue un paro cardíaco fulminante. En el velorio, la mayoría de los vecinos murmuraban, como siempre. Pero al día siguiente, cuando iban a cremar su cuerpo, la policía detuvo el procedimiento: había una denuncia, sospechas de envenenamiento.
Me citaron a declarar. Respondí que nuestra relación era normal, que lo amaba, que no tenía motivos para hacerle daño. Negué saber de alguna infidelidad. Pero el fiscal me habló de Celeste. Mantuve el silencio.
Luego comenzaron las preguntas sobre la infusión. Admití que la preparaba todos los días. Dijeron que en el allanamiento encontraron un granulado químico en mi casa, el mismo que se había detectado en el análisis del cuerpo. También encontraron en mi computadora búsquedas sobre cómo usarlo para envenenar a una persona.
No tuve ganas de seguir mintiendo.
—Ambos se merecían morir —dije al fin—. Ernesto me golpeaba, me trataba como un objeto. Ariel me engañaba con Celeste y tenía la osadía de traerme rosas de ese vivero. Hice justicia.
La respuesta del fiscal fue seca y definitiva:
_Queda detenida por el presunto asesinato de ernesto Cabral y Ariel Cuesta .
Rosa Mosqueta (versión en primera persona – investigación policial)
El día era gris, frío y cortante, típico de julio. Yo me encontraba en la comisaría cuando recibimos el aviso de un deceso en circunstancias extrañas: Ariel Cuesta, contador de 25 años, había muerto repentinamente en su domicilio.
A simple vista, parecía un paro cardíaco. El médico de emergencias así lo indicó. Sin embargo, una llamada anónima cambió el rumbo del caso. La denuncia hablaba de envenenamiento y de una posible infidelidad. Con esa información, nos vimos obligados a intervenir de inmediato: ordenamos suspender la cremación y trasladar el cuerpo a la morgue para una autopsia exhaustiva.
Conocíamos algo de la historia de Ariel. Vecinos lo habían visto regresar sonriente a su hogar, siempre con un aire inusualmente feliz. Su matrimonio con Mabel Fuentes, una docente de 39 años, había sido criticado desde un inicio: él era demasiado joven, y ella cargaba con la viudez de Ernesto Cabral, un hombre mucho mayor que había muerto años atrás en circunstancias que, hasta entonces, nadie había cuestionado demasiado.
Durante la investigación descubrimos que Mabel solía visitar con frecuencia el vivero “El Jardín”, un lugar atendido por un matrimonio y sus dos hijas adolescentes. Allí también iba Ariel. Según rumores de los vecinos, el contador había entablado una relación demasiado cercana con Celeste Rodríguez, de 22 años, hija del dueño.
Decidimos interrogar a Mabel. La mujer se mostró serena, incluso distante.
—¿Como era su relación con su esposo?—le pregunté.
—Normal-respondió.
—¿Tenía algún motivo para querer terminar la relación?
—Ninguno. Yo le amaba y él a mí.
No parecía alterarse, pero su mirada revelaba una tensión contenida. Al mencionar la denuncia sobre una supuesta infidelidad con Celeste Rodríguez, calló. Su abogado pidió suspender la declaración.
Días más tarde, retomamos el interrogatorio frente al fiscal.
—¿Sufría su esposo alguna enfermedad? Preguntamos.
—No señor, solo cansancio laboral.
—¿Le daba usted algún remedio casero para ayudarlo?
—Sí. Todos los días le preparaba una infusión de rosa mosqueta.
La infusión fue una pista clave. Los análisis toxicológicos confirmaron la presencia de un compuesto químico mezclado con la bebida. En el allanamiento de la vivienda encontramos el mismo granulado en un frasco oculto. Y en la computadora de Mabel, búsquedas detalladas sobre métodos de envenenamiento y administración.
Al enfrentarla con las pruebas, perdió la calma. Golpeó la mesa, se puso de pie y gritó:
—¡Ambos merecían morir! Ernesto me golpeaba, me trataba como a un mueble. Y Ariel me engañaba con Celeste, la hija del dueño del vivero. ¡Y todavía tenía el descaro de traerme rosas de allí! Hice justicia.
Ese fue el momento en que todo encajó. No solo Ariel había sido envenenado. La muerte de Ernesto Cabral, su primer esposo, también dejaba de ser “natural” para convertirse en un probable asesinato.
—Señora Mabel Fuentes —dictaminó el fiscal—, queda detenida por el presunto asesinato de Ernesto Cabral y de Ariel Cuesta.
El caso se cerró con un nombre que todavía resuena en mi memoria: la infusión de rosa mosqueta, aquel té que parecía inofensivo, pero que escondía la verdad de un crimen cuidadosamente planeado.
Rosa Mosqueta (versión en primera persona – testigo Celeste)
Yo me llamo Celeste Rodríguez y nunca pensé que terminaría involucrada en una investigación policial de esa magnitud. Todo comenzó como un hecho rutinario en el vivero de mis padres, “El Jardín”. Allí pasaba gran parte de mis días entre plantas, tierra y macetas, atendiendo a los clientes junto a mi familia.
Mabel Fuentes era una de nuestras clientas más fieles. Siempre venía los jueves por la tarde, tranquila, elegante, con ese aire melancólico que la caracterizaba. Buscaba flores, hierbas, plantas de interior. Yo la veía como una mujer educada, aunque distante. Nunca imaginé que su vida escondiera tanto dolor y resentimiento.
Ariel Cuesta, su esposo, también venía. Joven, simpático, de una sonrisa fácil. Con el tiempo, comenzó a pasar más seguido por el vivero, a veces solo, a veces con Mabel. Fue inevitable que cruzáramos palabras, que me pidiera ayuda para elegir adornos o que me consultara sobre plantas ornamentales. Admito que me halagaba su atención, aunque jamás pensé que eso sería interpretado como algo más.
Recuerdo claramente aquel sábado. Mabel entró al vivero como siempre, pero al verme conversando con Ariel, sus ojos me atravesaron como cuchillos. No dijo nada en ese momento, pero sentí el frío de su mirada. Yo me puse nerviosa y le pregunté si había encontrado lo que buscaba.
Ella me contestó con una voz firme: he encontrado justo lo que quería.
Me miró fijo, y yo desvié la mirada de inmediato.
Días después me enteré de la noticia: Ariel había muerto de manera repentina en su casa. Dijeron que fue un paro cardíaco. No pude creerlo. Aún lo veía pasar frente al vivero con su sonrisa. Pero lo más terrible fue cuando llegó la policía: la autopsia había revelado envenenamiento.
Me llamaron a declarar. Yo estaba temblando, pero conté la verdad: sí, Ariel solía venir al vivero, sí, hablábamos, sí, lo ayudaba a elegir adornos o plantas. Pero nunca fui su amante. Si Mabel sospechaba algo, era solo en su imaginación.
Durante la audiencia, escuché cuando la enfrentaron con las pruebas: el químico encontrado en su casa, las búsquedas en su computadora, las infusiones de rosa mosqueta. Y entonces estalló:
—¡Ambos merecían morir! Ernesto me golpeaba, y Ariel me engañaba con Celeste.
Yo sentí que se me helaba la sangre. ¿Engañarla conmigo? ¡No! Nunca ocurrió. Pero en su mente, esa idea la había consumido. Yo solo era un rostro más en la historia, un testigo involuntario convertido en el centro de sus celos.
Ese día comprendí que, para Mabel, yo no era Celeste, la hija del vivero. Era la imagen de una traición que quizá existió solo en su cabeza. Y por eso Ariel pagó con su vida.
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